Hay alguien en la habitación del niño 2ª parte

30.1.08

"Yo oigo risas infantiles. No risas de niños distintos, sino de uno solo, que tiene la voz aguda y un poco nasal, como si estuviera resfriado. Es un solo niño pero se ríe de mil modos diferentes: a veces con alegría espontánea, a veces con mala idea, a veces con crueldad. Oigo su risa desde hace cinco meses. Sonó por primera vez una semana después de que la puerta del cuarto de Miguel decidiera cerrarse sola.
No recuerdo qué estaba haciendo yo en la cocina. Tal vez desayunando, tal vez recogiendo la ropa seca del tendedero. Sí recuerdo dónde sonó la risa: en la terraza acristalada del salón. Hacia allí me dirigí sin perder un momento, pero al salir de la cocina oí cómo la risa se escabullía pasillo adelante. Eché a correr, no sé si asustada o sorprendida, y tuve todo el rato la sensación de que unos pasitos apresurados me precedían en una carrera que desembocó en el dormitorio de Miguel. Entonces se hizo el silencio.

Me acordé de mis tiempos de maestra. Con frecuencia el pasillo al que daba mi clase era un clamor de grititos y de carcajadas infantiles que se oían desde el piso de abajo. Me bastaba subir la escalera taconeando para que el clamor subiera un instante de intensidad: era un ajetreo de pasos y de voces sofocadas y de trastear de libros y mesas que crecía y crecía hasta quebrarse, y entonces, cuando yo asomaba por la puerta del aula, me encontraba a los treinta y tantos muchachitos sentados en sospechosa quietud, sonrientes, pura inocencia, y hasta había uno más desparpajado que decía: Buenos días, señorita Rosa, pero no podía evitar que me saltase a la vista algún detalle indeseado, una canica rodando por en medio de la clase o un mensaje en la pizarra que insultaba al más empollón.
Aquella mañana, cuando me asomé a la habitación de Miguel, sucedió lo mismo: todo habría estado en perfecto orden, a no ser por la cortina, que se balanceaba suavemente.
Me detuve a pensar. Allí mismo, sentada sobre la cama de Miguel, probablemente con un trapo de cocina o una prenda de la colada entre las manos. No sentía miedo. A una mujer que ha tenido que reconocer el cadáver de su hijo de nueve años, ya nada le da miedo. Tampoco iban a ser los remordimientos, a esas alturas. Había vivido veinticinco años con la puerta del cuarto de Miguel abierta, asomándome a mirar sus cosas, enfrentándome cada día al recuerdo de su carita de roedor asustado la primera vez que me dijo: Mamá, no quiero ir al cole. Y al día siguiente: Mamá, me sigue un hombre alto. Y por fin: Me da miedo el descampado, mamá, acompáñame. Demasiados trucos de chiquillos a mis espaldas como para hacerle caso. Menos cuento, y al cole; mamá tiene muchas cosas que hacer. Y allá se fue Miguel, con su miedo y su cartera a cuestas. Nunca regresó de aquel descampado. [...]"


Hay alguien en la habitación del niño, Beatriz Olivenza Bernardo

Hay alguien en la habitación del niño 1ª parte

27.1.08

"El primer indicio ocurrió una tarde del pasado otoño, cuando sonó el estrépito de una puerta al cerrarse de golpe. Pensé: Vaya viento. Pero al alzar la vista del periódico que estaba leyendo, me encontré con las hojas lacias del sauce que acaricia los cristales de la terraza del salón. Ni una pizca de viento, aquella tarde de otoño. Pensé: Una puerta de la casa de la vecina. Aun así me levanté y avancé por el pasillo, periódico en mano. Revisé puertas y ventanas. Todo en su sitio. Excepto la puerta del cuarto de Miguel.
Yo nunca cierro la puerta de su cuarto. Las habitaciones que tienen siempre la puerta cerrada son habitaciones de muerto. Se las deja así, atrancadas, para no echar de menos al que se ha ido, pero también porque dan un poco de miedo todos esos objetos que ya no tendrán uso. Las habitaciones que tienen la puerta unas veces abierta y otras cerrada son las que se utilizan; uno nunca sabe cómo las ha dejado, si una corriente repentina las golpeará contra el marco o si el gato se desgañitará queriendo salir de su encierro. Y luego están las habitaciones que tienen siempre la puerta abierta. Estas son las de los muertos a los que no se olvida. Como Miguel.
La puerta del cuarto de Miguel se había cerrado sola, aquella tarde de otoño sin viento. Llevaba años abierta, y aun así no le había costado demasiado girar sobre sus goznes y encajarse en el marco de madera. Sin rechinar, limpiamente. Clac.

La volví a abrir. Dentro no había nada que justificase aquel movimiento inesperado. Ninguna ventana abierta, ningún gato. Yo no tengo gato. No soplaba viento aquella tarde de otoño. La dejé abierta y volví al salón, a mi lectura. No pensé más en la puerta del cuarto de Miguel durante varios días.
Tengo casi setenta años y a mi edad es posible oír cosas que no existen. Una conocida me contó en la sala de espera del médico que por las noches oye golpes. No en la puerta de la calle, como sería lo esperable, ni siquiera en la de su dormitorio, sino en la del armario de luna que está frente a su cama. Como si hubiera alguien encerrado dentro o como si uno de sus trajes hubiera cobrado vida. No se puede atribuir la responsabilidad a un gato: mi amiga tampoco tiene gato (no es cierto que todas las ancianas tengamos uno). Tampoco a las termitas, ya que no se trata de un crepitar leve, sino de golpes claros, contundentes, como de alguien que llama con la intención de entrar. A esta mujer le han hecho todo tipo de pruebas y de reconocimientos, y han llegado a una conclusión que viene a decir, en palabras sencillas y cotidianas, que los ruidos están en el interior de su cabeza. No es cierto. Mi amiga me ha contado (aunque a los médicos no se lo ha llegado a decir) que si se pone tapones de cera en los oídos duerme de un tirón, sin oír nada. Los golpes no están dentro de su cabeza, sino en el exterior, al otro lado de la puerta del armario de luna de su dormitorio. [...]"


Hay alguien en la habitación del niño, Beatriz Olivenza Bernardo

Creencias

19.1.08

"Mientras haya una sola persona que la crea,
no hay historia que no sea cierta."


Paul Auster

Divagaciones

16.1.08

Hay una estela en el aire
y una Stella en la tierra
y es tela dice el sastre
el tejido de tus venas.

Rocío Ocampo

Capítulo primero

Me levanto del escritorio, crujo mis dedos y bostezo; la casa está vacía así que puedo salir de mi cuarto sin tener que encontrarme con nadie.
Camino de la cocina tropiezo con el sofá, con una caja y con el bastidor de la puerta, ¡qué torpe!, y eso que sólo quiero un vaso de agua.
Miro por la ventana de la cocina para ver si hay luz en el cuarto de baño de las vecinas, vaya, parece que no.
En el camino de regreso evito con agilidad aquello con lo que había tropezado ante aunque choco con mi puerta que juraría que había dejado abierta.
Cuando entro a mi dormitorio has regresado, sentada en tu silla, mirándome; tu vientre abierto, con las tripas sobre el suelo y un charco de sangre que llega hasta la puerta; tienes, como siempre, los ojos vueltos y la mandíbula desencajada, "mierda, tampoco podré dormir esta noche".
No sé si hoy querrás hablar conmigo o te quedarás como tantas veces mirándome toda la noche.
Me siento en mi cama frente a ti, después de tantas visitas ya no me importa pisar la sangre.
"Todavía llevas el colgante que te regalé", le digo, "aunque cada día que pasa la corrupción de tu carne lo oxida más, es curioso que este objeto esté envejeciendo mientras tú estás exactamente igual que cuando te encontré tirada en el bosque; aquel día cometí un gran error "Te he dicho mil veces que aquella tarde trataste mi aún tibio cuerpo con más respeto que aquel que me mató, por eso te quiero. Pero hoy vengo a pedirte algo".

Carlos Xavier Díaz

Los amantes

"¿Quién los ve andar por la ciudad
si todos están ciegos ?
Ellos se toman de la mano: algo habla
entre sus dedos, lenguas dulces
lamen la húmeda palma, corren por las falanges,
y arriba está la noche llena de ojos.

Son los amantes, su isla flota a la deriva
hacia muertes de césped, hacia puertos
que se abren entre sábanas.
Todo se desordena a través de ellos,
todo encuentra su cifra escamoteada;
pero ellos ni siquiera saben
que mientras ruedan en su amarga arena
hay una pausa en la obra de la nada,
el tigre es un jardín que juega.

Amanece en los carros de basura,
empiezan a salir los ciegos,
el ministerio abre sus puertas.
Los amantes rendidos se miran y se tocan
una vez más antes de oler el día.

Ya están vestidos, ya se van por la calle.
Y es sólo entonces
cuando están muertos, cuando están vestidos,
que la ciudad los recupera hipócrita
y les impone los deberes cotidianos."

Los amantes, Julio Cortázar

Muerte en el olvido

15.1.08

"Yo sé que existo
porque tu me imaginas.
Soy alto porque tu me crees
alto, y limpio porque tú me miras
con buenos ojos,
con mirada limpia.
Tu pensamiento me hace
inteligente, y en tu sencilla
ternura, yo soy también sencillo
y bondadoso.
Pero si tú me olvidas
quedaré muerto sin que nadie
lo sepa. Verán viva
mi carne, pero será otro hombre
oscuro, torpe, malo
el que la habita."

Muerte en el olvido, Ángel González

Atengámonos a la manera correcta de llorar

13.1.08

"Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos."

Instrucciones para llorar, Julio Cortázar

Cuando te regalan un reloj

"Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan —no lo saben, lo terrible es que no lo saben—, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj."

Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda a un reloj, Julio Cortázar

Naufragios del infinito

Cajones vacios y perlas sin brillo,
piratas vencidos en tierras de nadie,
mares inmensos, barcos, naufragos del infinito
vagones con cargas repletas,
viajan en la niebla, hacia la inconciencia
sigo sigo caminando en la quietud y volando en la superficie,
sumergida en un mar de aire
respirando infinito
tocando materia
oyendo la voz sin sonido
escuchando el aura
y viendo colores en la direccion del pasaje de drake
caratulas de nieve en los fondos
declive
el mundo oblicuo
todo se cae y se desvanece

Rocío Ocampo

¿Cómo se llamaba?

10.1.08

¿Cómo se llamaba? Era de esparto y arroz, con cucharas de mediodía y voz honda. De humo negro, orujo de hierbas y domingo con siesta.
A veces intento recordarle pero me quedo varado en la esquina del pasillo desde donde le vi partir, “para siempre” me decía mi hermano Antonio, “no volverá nunca”. Y nunca lo hizo.
De pelo cano y dientes de hepatitis, palabra larga y distante como el pasillo que nos separó, hormigón de armónica y luz de parásito.
Que razón tenía mi madre al decirme al oído que las tormentas pasan y que sólo quedan en el recuerdo voces calladas sin sentido, refugio de fantasmas recuerdos y que, poco a poco, se desintegrarán como una gaviota a pleno horizonte que va a morir en alta mar.
Palos y piedras, dedos inquisidores, rapidez de hormiga, zahorra, perjuicio y perdición.
Era mi padre, ahora un eco vacío.


Manuel Gutiérrez

Es un muchacho

8.1.08

"Es un muchacho sin importancia colectiva,
exactamente un individuo."

L´Église, Louis Ferdinand Céline

Canción sin nadie

7.1.08

"En el décimo B
no amanecen los días y las noches
ya no tienen un sueño para el amor o el miedo.

Tras las ventanas sucias,
de la mujer ausente nadie sabe.
Sus paredes la dan por desaparecida.

Una mujer ausente
y el cisne negro de la soledad
que se posa en un lago de luz desalquilada.

Ya nadie sabe nunca.
Pero alguien que pasa sin saber
piensa que el viento flota con olor a cerrado."

Las flores del frío, Luis García Montero