Hay alguien en la habitación del niño y 3ª parte

5.2.08

"Pero no eran los remordimientos, como no era la risa de Miguel. Miguel se reía bajito, como si le diera vergüenza, hasta ponerse colorado de tanto contener la carcajada. Esta risa es franca y en ocasiones descarada, está hecha para provocar. Suena en los momentos más inoportunos, cuando estoy cansada, cuando aún no me he despertado del todo y me cuesta seguirla por el pasillo hasta su destino, que es siempre el mismo: la habitación de Miguel.
Pronto surgieron los demás sonidos. Las palabras, los estornudos. Quien quiera que fuera, estaba aprendiendo a leer: yo reconocía fragmentos de las cartillas con las que enseñaba a mis alumnos, hace más de cuarenta años. Una noche más bien fría probé a dejar la ventana abierta y al día siguiente comenzaron los estornudos. Repentinos como explosiones, incontenibles, furiosos. Duraron casi una semana. Fue un resfriado pertinaz.
Al llegar la primavera, decidí contárselo a mi sobrino Tomás. No sé por qué lo hice. Pensé: Tomás es el único que me quiere. Tal vez debería saberlo.
Tomás acudió a mi llamada con su urgencia de siempre. Se sentó en el sofá, silencioso, gordo. Una tripa excesiva para sus treinta y dos años, dos años menos que los que tendría Miguel. Le conté lo de la puerta, lo de las risas y los demás ruidos. Me escuchó con atención, aunque con la mirada clavada en la alfombra. No dijo nada. De pronto, se levantó y se fue a revisar la habitación de su primo. Al volver al salón, se desplomó de nuevo en el sofá y habló al fin: Tita Rosa, te acompaño al médico.
El doctor me conoce ya. Son muchos los que se han empeñado en que lo visite desde la muerte de Miguel. Es un hombre tranquilo, atento. Firma recetas de medicamentos que tranquilizan más a mis acompañantes que a mí. Esta vez también extendió varias recetas. Hice lo de siempre: compré los medicamentos, los metí en el cajón de la mesilla de noche, no probé ninguno. A Tomás, siempre que me llama, le digo que me los tomo puntualmente. No se atreve a preguntarme por los ruidos, y cuelga en seguida el teléfono, aliviado de tener muchas cosas que hacer.
Desde que se lo conté a Tomás, ha venido a verme algún pariente al que hacía mucho que no veía. Mi sobrina Margarita, que me odia, estuvo dando saltos en el sofá durante media hora larguísima. Está mal de los nervios desde niña. Durante su visita, se oyó claramente una risa burlona y el bote de una pelota en el pasillo. Sé que lo oyó, pero decidió no salir huyendo, y allí se quedó, peleándose contra su propio miedo. En un momento dado, los nervios se le trastocaron tanto que tuvo que levantarse y empezó a pasear por la casa, con la excusa de mirar la decoración. Qué buen gusto tienes, tita Rosa, tú siempre tan elegante, decía con voz temblona. Al pasar frente a la habitación de Miguel, como quien no quería la cosa, tiró de la puerta suavemente hasta cerrarla. Yo no presté atención a su parloteo hasta que se le cortó en seco. Entonces la miré. Estaba pendiente de algo que sucedía a mi espalda, quieta y con los ojos muy abiertos. Murmuró que debía irse y me besó con prisa.
Recuerdo sus mejillas heladas. Cuando se fue me di la vuelta y comprendí: la puerta del cuarto de Miguel había vuelto a abrirse. Sola.
Margarita no volverá a visitarme. Tampoco contará a nadie lo ocurrido; ya tiene bastante fama de loca en la familia.
A mí no me importa que me tengan por loca. Todos piensan que tengo motivos para estarlo desde hace mucho. Vienen a sentarse en mi sofá y a mirarme durante horas, sin saber qué decir. Les doy lástima. Miran de reojo el pasillo que conduce a la habitación de Miguel, me sugieren, una vez más, que venda la casa. Yo no les contesto. Estoy deseando que se vayan porque, desde hace tiempo, todas las tardes acerco la bandeja de la merienda al cuarto de Miguel. No siempre la recojo vacía. Hay alimentos que no tienen éxito ninguno. La leche, por ejemplo. La leche siempre me la llevo como la dejé. A Miguel tampoco le gustaba la leche. Pero yo le obligaba a bebérsela.
Me da igual lo que piensen de mí porque sé que no estoy loca. Tampoco soy una pobre imbécil. Sé que lo que habita el dormitorio de Miguel no es mi hijo. Mi hijo está muerto y, si viviera, sería un hombre de más de treinta años y se habría marchado de casa hace tiempo. No sé quién está viviendo entre sus cosas, quién se ríe mientras me acerco por el pasillo y causa ese movimiento que tienen las cortinas cuando me asomo por la puerta. En cualquier caso, me siento menos sola desde que sé que hay alguien en la habitación del niño."


Hay alguien en la habitación del niño, Beatriz Olivenza Bernardo

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